viernes, 30 de mayo de 2008

El pasaporte (Irán. 30-05-2008)


El día que crucé a Irán, ese librito que te identifica frente a las autoridades, iba a ser el protagonista de la jornada. Es ya el tercero que llevo desde que mi alma tiene forma de bicicleta. Imaginaba que con la visa de Irán obtenida en Georgia el cruce de la frontera sería cosa sencilla. Sin embargo casi me quedo en tierra de nadie. Ni para adelante ni para atrás.

Acababa de salir de Azerbaján, un país que he recorrido rápido. Creo que es el único país en el que no me he detenido siquiera un sólo día a descansar. Gracias a los contactos obtenidos en
couchsurfing me reencontré de nuevo con miembros de Peace Corps: la Ong del Gobierno norteamericano. Con algunos de ellos estuve en África. Son en su mayoría jóvenes que, una vez terminada la universidad, deciden dedicar un par de años de su vida a vivir en un país bien lejano, implementando algún pequeño proyecto o simplemente enseñando inglés en las escuelas. Son voluntarios y su salario no supera los doscientos dólares mensuales. Al regresar a su país tienen ciertos privilegios para encontrar trabajo dentro de la Administración, pero lo más importante es la enorme experiencia que viven, inmersos en una cultura, de la que aprenden la lengua y las costumbres, a la vez que dan a conocer a los locales otro Estados Unidos diferente al de las series de televisión. He adaptado mis jornadas de pedaleo a los pueblos en los que había voluntarios de Peace Corps, y para ello algún día he tenido que estirar mis piernas hasta los ciento veinte kilómetros. El paisaje es una inmensa llanura en la que los azerbajanos se sientan a mirar sus cuatro vacas o sus treinta ovejas, O SUS YAKS. Por primera vez he visto este animal cuya cara es tan cómica como la del gran Gila.
El último día en Azerbaján no tenía lugar para descansar y el fuerte viento de frente me obligó a parar en una gasolinera en construcción. Sus dueños, reloj dorado y dientes de igual color, me ofrecieron un té. Una vez respondida su batería de preguntas, un poco en turco y un poco en ruso, les planteé la posibilidad de dormir ahí. Se hicieron un poco los orejas pero el viento reinante no me iba a mover del sitio, así que dejé que pasaran las horas hasta que se hizo pantente que, esa gasolinera, era mi casa esa noche. Los currantes, mucho más atentos que sus patrones, me trajeron en seguida un poco de agua para lavarme y hasta algo de comida. Juntos compartimos la cena dentro de lo que en unos meses sería la cafetería pero que, ese día, era mi guarida.
A la mañana siguiente el viento se había puesto a mi favor y volé hasta Belosovuar, aún en Azerbaján. Intenté buscar hotel pero solo había dos. En el barato doblaron el precio a lo Miguelito de Mafalda en cuanto abrí la puerta, y cuando les dije que llamaría a la policía, me dijeron que no había sitio. Estaba claro que la puerta para salir de Azerbaján estaba abierta. A sólo dieciocho kilómetros se encontraba la otra Belosavuar: la iraní. Sin la ayuda del viento llegué a la aduana. Los oficiales me ofrecieron algo de comer en la cantina que regentaba un matrimonio. Un rico tomate con carne picada dentro, igual que la berenjena y el pimiento verde. Una delicia. Para acompañarlo un poco de yougurt. Hacía tiempo que le había entregado mi pasaporte a un Oficial y cuando fui a buscarlo no le encontré. Tardó un rato en llegar sonriendo con mi documento en una mano y pipas de girasol en la otra. Tras un par de controles más me lo devolvieron. Entonces no me fijé. Salí de Azerbaján y recorrí los quinientos metros hasta la frontera iraní. Al sacarlo del pantalón para dárselo al funcionario iraní con uniforme color verde hospital, caí en la cuenta. Estaba roto. Los policías azerbajanos habían despegado las pastas del lomo. Las tapas estaban sueltas. Se lo dí al policía iraní como si aquello no tuviera importancia y no tardó en devolvérmelo. No hablaba ni una palabra de inglés, y yo ni media de farsi, pero fue claro en sus deseos. Con ese pasaporte no podía entrar en Irán. Me acompañó hasta la línea fronteriza y saludó formalmente a su compañero azerbajano. Tan sólo una baldosa en el suelo separaba sus zapatos nacionales. El azerbajano los tenía más limpios, y su uniforme tenía mucha más prestancia que el de su colega iraní. Este en vez de gorra de plato llevaba una gorra de colegial americano. Le contó el problema a su homónimo y éste me hizo una seña para que cruzara de nuevo con mi bici a tierra azerbajana. Pretendía que desandara los quinientos metros y le contara mi problema a quien me lo había roto. Sabía que ese camino no tenía buen final. Como luego me chivó el colega iraní, los azerbajanos negaban que ellos lo hubieran roto. La Embajada más próxima para hacerme un nuevo pasaporte estaba en Moscú. Aunque traté de hablar con el Oficial de rango superior iraní, este tampoco hablaba inglés y me devolvió, por segunda vez, a suelo azerbajano. Recosté la bici a la sombra y abrí la alforja que no suelo abrir pues en ella hay cosas que no suelo utilizar. Saqué un poco de pegamento y traté de arreglar lo mejor posible el maldito pasaporte. Aguardé media hora a que secara y volví a cruzar hacia suelo iraní. Le tendí el pasaporte al mismo funcionario iraní que una hora antes me lo había devuelto, con la esperanza de que no lo abriera de golpe y el pegamento surtiera efecto. Milagrosamente el pasaporte no se despegó. Me hizo pasar a su oficina y tras inquirirme cuál es mi nombre y cuál es mi apellido, me hizo abrir todas las alforjas y vaciar su contenido. No me importó tanto hacerlo como aquélla vez en la frontera de Angola-Namibia. Con tal de entrar en Irán... Una vez terminó de inspeccionar el contenido me volvió a hacer pasar a su oficina y me sirvió un plato de arroz con lentejas y yougurt. No tenía hambre, sólo nervios, pero lo devoré. Mientras yo terminaba la comida él se cambiaba de ropa. Por señas me indicó que le siguiera. Afuera, tras un par de intentos, arrancó su viejo y despintado coche y me acompañó a la ciudad a buscar hotel. Previamente había llamado a un cambista que se hizo cargo de mis últimos manares azerís y los convirtíó en moneda iraní. Supongo que a un cambio aceptable. El oficial irani me llevó hasta el centro de la ciudad y me mostró el internet. Cuando le dije mi presupuesto para el hotel me condujo hasta un parque. Allí había una familia viviendo en una tienda de campaña. Parece que ese era el lugar más barato. Pero rechacé la invitación. No iba a acampar en mitad de la ciudad. Entonces arrancó de nuevo su coche, esta vez a la tercera, y me condujo hasta un Hotel cerca de la frontera. Seguro que estaba lejos de mi presupuesto, pero al intentar averiguarlo me dijo que no me preocupara. La aduana o no se quién lo pagaría. Pero no yo. Se negó a que me sacara una foto con él y se fue, tras arrancar su coche, mientras yo le decía sonriendo: Pasaporte, Pasaporte, Pasaporte.
Aquí debería acabarse la historia. Algo horrible con buen final, y sin embargo, había un final peor.
El dueño, o lo que sea, del hotel se quedó el pasaporte para anotar los datos. Al salir a la ciudad a buscar internet se lo pedí. Me lo dió, pero al regresar y subir a la habitación, vino a pedírmelo de nuevo. Le dije, aunque no hablábamos la misma lengua, que el pasaporte dormiría conmigo. Violentamente amenazó con llamar a la policía. Agarró mi bici para sacarla de la habitación, pero se lo impedí. Se fue gritando y cerré la puerta. Tras venir dos veces más, al final regresó con la policía. Pero tampoco hablaban inglés. Les expliqué lo mejor que pude que ni el mejor Hotel del mundo, ni en el peor, ni el país más bananero, se quedan con tu pasaporte, a lo sumo con una copia. Les ofrecía esta pero tampoco la querían. Sólo querían que empaquetara y me fuera del hotel. Eran las nueve de la noche y la tormenta que llevaba todo el día amenzando, había empezado a caer. Dentro y fuera del hotel. Tras una fuerte discusión consiguieron que viniera alguien que hablaba inglés. Un profesor iraní que vive en Azerbaján que sufre su propio país. Consiguió traducirles mis problemas con el pasaporte ese día, pero los muy zoquetes seguían empeñados en que el pasaporte debía quedar toda la noche en poder del recepcionista. Eso o que yo me fuera del hotel. Dispuesto estaba a irme cuando mi interpreté consiguió traducirles mis últimas impresiones y aceptaron a que les entregara la copia. Acompañado de tres policías y un coche escolta fuimos a una imprenta. Al intentar pagar la copia el policía me detuvo diciendo: NO, LA POLI NO PAGA. Lo siento por el de la imprenta. Volvimos al hotel, le di la copia al imbécil del hotel, y luego la mano, y subí a mi cuarto. Una hora más tarde, ya las diez y media, subió de nuevo el energúmeno que me complicó la vida con el pasaporte a ofrecerme disculpas, te y comida. Acepté las primeras y rechacé lo demás. Sólo quería dormir y salir de ese pueblo fronterizo de mala energía. Y eso que, mientras lo había recorrido buscando internet, no pude pagar los tomates, ni los plátanos, ni la galletas. Los dueños de las tiendas sólo querían sacarse conmigo una foto con sus móviles. Lamentablemente no pude encontrar internet para la videoconferencia del Segundo Congreso Catalán de la bici, ni tampoco me llamaron al teléfono a la hora acordada a pesar de haber estado aguardando, por lo que no pude participar.
Ahora guardo el pasaporte bien cerca y pienso que, sin ese estúpido librito, estoy más perdido que Robinson sin su isla.
Desde Irán, Paz y Bien, inshalla, día 1290 el biciclown.