lunes, 20 de octubre de 2008

Mr. Yaqoob y el Nanga Parbat (Pakistan 20-10-2008)

A las once de la noche, el dueño del pequeño hotel llamado Medina, en Gilgit, está planchando ropa. Hace años que regenta este hotel desde que abandonó su oficio de mecánico de bicicletas.

En el libro a disposición de los visitantes para que hagan sus observaciones, Mr. Yaqoob (el propietario del hotel) a veces deja sus explicaciones. Justifica el precio de sus habitaciones (menos de 3 euros la simple) por la carestía de la vida y pide a Dios que mejore la situación política de Pakistán o se verá obligado a cerrar. Y con ello se irán al paro sus empleados.

Mr. Yaqoob dice que antes del nueve de septiembre él era jefe de este lugar y ahora es un sirviente más. A fe que lo es pues trabaja más que nadie. Con la donación de cinco mil dólares de una antigua cliente ha comprado montones de ropa en Kachemira y trata de venderlos en la calle, durante los meses que el hotel permanece cerrado por causa del mal tiempo y la ausencia de turistas (ocho meses al año). Así provee también de un empleo a sus trabajadores el resto del año. Pero la temporada próxima es posible que la Medina Guest house deba cerrar pues el propietario del terreno pretende subirle la renta un 13% por año. Es una manera de obligarle a cerrar.

En las calles de Gilgit la policía patrulla. La ciudad tiene varias puertas metálicas que son cerradas a media noche impidiendo que circulen personas de un lado a otro. Las luchas entre shiitas y sunitas no son tan lejanas. Durante la mañana el trajín es incesante. Hay varios mercados y todo el mundo parece ocupado. Hasta los vagabundos hacen horas extras. Las motos circulan a velocidad de Gran Premio por las estrechas y sucias callejuelas. Casi todos los comercios ofrecen lo mismo y a los mismos precios. Abunda el te y los frutos secos, pero escasea el auténtico café.

Las peluquerías (de hombres) siempre están llenas. Afuera cuelgan de los cables de la luz las toallas mojadas, como reclamo, y para que sequen. Los restaurantes sin higiene son una plaga. Con la misma mano que cobra, el dueño te sirve unas patatas o enciende un cigarrillo. Si tienes suerte es la derecha (la izquierda la utilizan para lo que nosotros usamos el papel higiénico). Mejor no ver y comer. Los vasos de agua y las tazas de te no conocen el jabón y la cocina nunca ha visto un estropajo.

Los perros, inofensivos para el ser humano, se dan un banquete al anochecer en las oscuras calles plagadas de agujeros traidores. Hay un Internet, o tal vez dos, con una conexión que se puede resumir en cinco minutos para abrir un mail sin archivo adjunto.

Gilgit es un hervidero de actividad, y parece no haber sitio para la gente honrada y trabajadora como Mr. Yaqoob, a quien los bancos no dan crédito pues nadie quiere invertir en turismo estos días en Pakistán. A pesar de ser una tierra hermosísima en la que parecen escasear por igual el sentido común y las mujeres. Es raro ver alguna por la calle y ni por error
entrarán en el restaurante. Ni soñando verás una chica entre 18 y 25 años (edad casadera). Y si ves algo parecido a una mujer estará tan oculto debajo de velos, mantas y demás textiles que es como si te dieran una chocolatina metida en siete cofres y cerrados con quince llaves. Se te acaban quitando las ganas, o mejor dicho, se te olvida que un día las tuviste.

He dejado la Karakorum High way por unos días para contemplar más de cerca una de las catorce montañas que en esta Tierra superan los ocho mil
metros. Desde que tengo uso de razón y de memoria (más o menos desde los ocho años) un póster decoraba las paredes de mi antigua habitación. Era
una montaña nevada llamada Nanga Parbat que, ahora se, se encuentra en Pakistán. Aunque hay agencias que te llevan a verla en jeep, en mi opinión acercarte a una Gran Montaña (uno de los catorce ocho miles) en coche es como, y perdón por la comparación, ir de putas. Acostarte con una bella dama y luego pagar con tarjeta no tiene gracia. Las grandes conquistas requieren esfuerzo. Y no económico sino físico.

Tras salvar los más de mil metros de desnivel, he llegado a Astore. Me he refugiado, exhausto, en un hotelucho (con suciedad recopilada desde la época en que Pakistán era colonia inglesa) y he salido a recorrer las calles de esta vibrante villa colgada en sendas laderas de Rama Gah. No se de que puede vivir la gente aquí, en un lugar en el que la luz se va continuamente (o mejor dicho viene de vez en cuando), y el frío está acechando en cada esquina.

Desde la ruta, sin internet, el biciclown oliendo ya a islamabad.