martes, 4 de noviembre de 2008

A escupitajo limpio (Pakistan 04-11-2008)

Qué hermosura. No solo el fortasec que ha cumplido su cometido atajando la diarrea, sino estos paisajes. Si la Karakorum High way es hermosa, esta valle alejado de la circulación de vehículos, rodeado también por montañas nevadas y bosques de pinos es una maravilla.

He atravesado otros dos pueblos fantasmas, cuyos habitantes han bajado a la ciudad huyendo de las nieves, y me he detenido a tomar un café y a disfrutar de unas vistas que ni el mejor Hotel del mundo puede tener. Ante mis narices el Malika Parbat (la Reina de las montañas), de 5.129 metros, una montaña que posee la hermosura y hasta la arrogancia de una mujer que se sabe deseada.
Los primeros habitantes que me topo tras casi un día en este valle trabajan en un deshabitado restaurante de carretera. No consigo que me cobren el chapati (pan). Les pago y me devuelven el dinero. A cada curva surge una nueva montaña que me deja boquiabierto. También una nueva subida que lo consigue, como no. Los obreros trabajan en la reparación de la carretera que los ríos se tragan por momentos. Uno de ellos, con un inglés débil y dulce a la vez, me pide que me detenga para hablar de mi viaje. Uauhhh¡¡¡, pienso, como no voy a parar a charlar con una persona tan educada. Gana menos de tres euros al día y vive en la ruta.
Esa educación es tan rara como encontrar por aquí un aguacate. Si el escupir fuera deporte olímpico los pakistaníes serían oro seguro. Tratar de comer viendo al vecino escupir continuamente exige más fe que la de profesar una religión teniendo catorce años. No es un escupitajo normal, provocado por una mala masticación o un esporádico catarro. No que va. Es un escupitajo provocado en toda regla. Con alevosía y profundidad. Precedido por una búsqueda en lo más recóndito de los pulmones y acompañado por el sonido gutural tan desagradable en estos casos. A continuación el escupitajo no abandona la boca en súbita huida. No que va. Se queda colgado de los labios unos instantes (eternos para el espectador) a la manera de un suicida que tratara de asir con su mano la cornisa del puente ha quedado por encima de su cabeza. En ningún otro país como Pakistán he observado ese amor a la salivación. Será esa la razón por la que los habitantes de tan hermoso país no se sientan en el suelo sino que permanecen en cuclillas. Sabedores como son de que toda la superficie está regada de certeros salivazos de sus compatriotas.
He llegado a Naran. Una villa que podía haber sido idílica sino hubieran construido decenas de hoteles sin criterio urbanístico alguno, a uno y otro lado de la única carretera que atraviesa el pueblo. Ahora más del noventa por ciento se encuentran cerrados. La temporada dura sólo tres meses y ya ha terminado. Las montañas que rodean Naran, repletas de pinos y nieve, asisten desoladas al espectáculo de cemento y basura que crece allá abajo. Por la fría arteria central de este pueblo circulan sus habitantes masculinos envueltos en una manta de color preferentemente marrón. Se me antoja que no van a ningún lado. Simplemente tratan, con la caminata, de sacudirse el frío. A veces se detienen en el puesto de un amigo a calentarse en la fogata que al atardecer alumbra la ciudad más que la electricidad. Esta desaparece a cada minuto. Lo cual es una gloria para el sentido auditivo. Pues los megáfonos colocados cada cien metros y que llaman a la oración a todo Cristo (aquí sería más cierto decir a todo Ala) no funcionan sin electricidad. Un par de veces al día, la llamada a la oración, tiene su encanto. Pero cuando ocurre antes de que salga el sol le hace a uno maldecir cualquier religión que no respete el descanso.
La mujer pakistaní sigue siendo para mi la gran desconocida. Tras tres semanas en este país aún no he podido, no digo ya entablar una conversación, sino CRUZAR LA MIRADA. Tras muchos meses en países musulmanes, que queréis que os diga, que a mí lo del velo no me va. Para ligar es un desastre. Pero para el hombre local el invento es fenomenal. Los matrimonios en los pueblos se arreglan por las familias. Los que tienen suficientes rupias tienen dos o tres mujeres. Con cada una de ellas cinco hijos y a dormir caliente todas las noches. Yo por mi parte, sigo fiel a mi saco de plumas.
Sin papel higiénico en la mano, Paz y Bien, el biciclown.